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Alex Yomar Isturiz Leon
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23 de Septiembre, 2008

MIRANDO EL CIELO

Autor: aisturiz, 01:00, guardado en General

   

MIRANDO EL CIELO


Desde niño y a lo largo de mi vida, en todo momento, he mirado hacia el cielo en búsqueda de información. Mis sueños infantiles, así como mis miedos, se originaron de esa meditación; alimentada por lo que veía arriba.  De día, me entretenía y soñaba al pasar de los aviones.  De noche, hasta la nada me obligaba a fantasear.

 

Las nubes sobre el infinito azul eran como una mágica pizarra que tomaban formas inagotables. Estas dinámicas siluetas nutrían mi imaginación.  Siempre descubría algún personaje, algún objeto, siempre oculto entre algodones y nimbos celestiales.  Alguna historia se creaba sólo con subir la vista.

 

En la playa o escrutando el mar, entendía la complicidad infinita que los misterios marinos intercambian con lo de arriba.  Esa confidencia, se me hacía patética al leer o evocar los tantos relatos de la actividad en el Triángulo de nuestras vecinas islas Bermudas.  El océano y la atmósfera terrestre se disputan violentamente un cómplice protagonismo climático que siempre ha inundado mi creatividad mental.  Huracanes, tifones o ciclones me obligaban a pensar en una superioridad sobre el mar, que para la sazón, es un personaje de absoluto respeto.  El empíreo siempre ha tenido ventaja.

 

Resultaría aburrido redundar sobre la maravillosa amistad entre las aves y el cielo.  Mucho se ha escrito al respecto.  Esa libertad que expresan las criaturas voladoras por siempre ha enceguecido al hombre; pero yo, definitivamente, he exagerado en cuanto a esa envidiable condición contemplativa porque se ha arraigado inmutablemente en mi pensamiento.

 

Alguna vez quise ser astronauta, luego aviador (sin entender que el orden era inverso; ¡claro!). Quise dedicarme a ello, tal vez, para comprometerme en mi admiración a este vasto éter.  Jugaba con aviones de papel, paracaidistas hechos con pedazos de plásticos, volaba cometas.  Hacía cohetes o prendía fuegos artificiales, por el solo hecho de retar al cielo.  Lanzaba piedras y reflexionaba sobre su trayectoria  Mi deporte fue el beisbol y prefería los "files" porque desde allí se filosofa mejor, generalmente desde allí las jugadas dependen más de lo que entendamos o no del firmamento.

 

Durante toda mi vida he soñado, recurrentemente, que caigo desde el cielo.  En ocasiones, disfruto la caída. Morbosamente, aprecio el soplar del viento sobre mi rostro mientras bajo con una extraña lenta-rapidez; y visualizo en otra perspectiva, al mismo tiempo, el mundo desde los campos elíseos.  En otras situaciones, me asfixia e inquieta el desespero propio del vértigo; y aunque logro saber que es sólo un sueño, mis desesperanzas terminan siendo protagonistas de las imágenes de esta descontrolada vivencia.

 

Esa pasión por el cielo, se manifiesta y se magnifica en mi admiración hacia Dios.  Sé, que él creó todo, incluyendo ese infinito éter, y estoy persuadido que allí está su morada. Por analogía, lo mismo me sucedía cuando de niño miraba los aparadores en las tiendas de juguetes.  Absorto, el firmamento me declaraba la magnificencia y perfección de la creación divina.  Todos miramos hacia arriba cuando necesitamos percibir la presencia o ayuda del Creador.  No soy la excepción, la bóveda celestial es responsable de mi espiritualidad.

 

De noche, la infinitud del espacio queda al descubierto develando la grandiosidad de nuestro dueño, El Supremo.  Estrellas incontables cantan melodiosa poesía sobre el secreto de amor de cada hombre en la tierra.  La luna es testigo y compañera clandestina de todos mis desvaríos, pero también me ha contado la conveniencia de tomar determinados y buenos caminos.  Allá arriba, esta selenita amiga me ha iluminado la mitad del sendero transitado.  Pero también el cielo nocturno me ha confirmado la profundidad de mi ignorancia, a través de los miedos y temores que se posesionan de mi ser, cuando irreverentemente oteo ese oscuro y desmesurado espacio.

 

Siempre el cielo está allí, rector y testigo de mi deambular mundano.  Él me recuerda, día y noche, lo que debo hacer.  Secretamente, me susurra lo que el destino ha escrito para mí; y, confidentemente, me apunta e indica la velocidad de los pasos que debo dar.  Ese cielo que nos moja cuando llueve y que también nos seca en días soleados, es el ductor de mi alma y quien sosiega mi espíritu.  ¡No dejo de mirar al cielo…!

 

 

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